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JUAN JOSÉ TÉLLEZ nació a 5 de noviembre de 1958 en Algeciras. Periodista, narrador y ensayista, ha publicado siete libros de poemas. Crónicas Urbanas (1979), Medina y otras memorias (1981), Ciudad sumergida (1985), Bambú (1987), Daiquiri (1989), Trasatlántico (2000) y Las causas perdidas (2005). Sus seis primeros libros fueron reunidos en 2006 bajo el título de Ciudadelas y sextantes.
POETICA: Entre el charco y la biblioteca, a bocajarro y a contracorriente. Los versos son memoria pero también emociones, la intuición del rayo, las altas pasiones y los altos instintos, entre la baja sociedad y los bajos hornos. Palabra en el contratiempo, la voz sin tribu.
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El peso del mundo
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Más allá de los desastres y de las obras maestras,
de asesinos famosos y de bodas reales,
hay un rastro de gestos que el mundo ya ha perdido:
la mujer del cántaro, el escriba sin nombre,
el torpe beso que hubo en la estación de trenes,
los ojos del labriego que pierde la cosecha,
el olor a brea de un puerto tenebroso,
la humilde tienda verde que abría los domingos,
las huellas en la playa audaz de algún verano
o la sombra de unos padres que aún viven en mi infancia.

Perdurarán los discursos escritos en papel moneda,
pero nadie anotará nunca sobre los libros mayores
la fecha del anillo de una novia sin dicha
o la duda que temblaba entre los labios de un hombre
a punto de morir con más pena que gloria.

No levantarán arcos del triunfo en los suburbios obreros
ni crecerán pirámides sobre el balcón de los geranios.
y los alegres escolares no recitarán a coro
el número de veces que nos hemos embriagado.
No habrá ninguna calle que lleve nuestros nombres
porque nosotros sabemos en cual de todas ellas
estuvimos a punto de ser casi felices.

El peso del mundo es tu cuerpo temblando en mi memoria.
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Lolita
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Avanza, Lolita, pasa al dormitorio:
las paredes son ocres pero dan al mar abierto
y el suelo cruje a veces en mitad de las sombras,
como presintiendo que la gata es un puma.

Bienvenida, muchacha, la de las piernas jóvenes,
a este libro usado que luce tinta fresca,
como páginas de un árbol de raíces carnívoras,
que comen de tu mano y gimen si te escapas.

Acomódate, ya sabes que no hay llaves adentro,
que el vendaval destroza los sucios almanaques
y el tiempo apenas corre al compás de un reloj
que sólo da la hora de tu último capricho.

Sin miedo, muñeca, orea las alcobas,
abre el tapaluz, enciende los candiles
de la calle que lleva hacia el serio casino
en donde muere la gente de los buenos modales.

Adelante, pequeña, que en los largos armarios
de madera de roble hay ropa de sobra,
aunque el mundo prefiera besarte desnuda
en la amable velada del té de las cinco.

Abrázame, te aviso, que hay cuerda para rato,
una nevera a tope de importunas preguntas,
un bosque tupido de frondosas pasiones
y una lengua que sabe despertar a las niñas.

Conduce, si es que gustas, este coche de época
hacia un horizonte donde no haya garajes
ni damas elegantes que al vernos se sonrían:
“Ahí va con su hija, es todo un caballero”.
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Un escritor anciano lee a Pablo García Baena
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Hablabas, a menudo, de cantantes antiguos,
declamabas letanías –Impares, fila trece—
y decías que hubo un tiempo sin desdicha:
era la juventud, esa edad que no sabe.

Andabas, viejo amigo, como un tipo que busca
en un mueble de época la verdad de hoy día.
Las campanas aún tañen en tu alma a rebato,
celebrando que el mar no reclame tu nombre
como antes convocase a aquellos muchachos
cuyo número hace mucho que ya no contesta.

Ciudades de interior y orillas litorales.
He ahí tu geografía: no le llames pasado.
Mascabas las palabras como un tabaco heroico
que besaba a la belleza en mitad de la noche.
Poeta, te llamaban en libros y en preguntas,
pero hablabas a menudo de cantantes antiguos.
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Las memorias del hombre Marlboro
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Todo aquello ocurrió, bien lo sabéis,
cuando el tabaco recorría las praderas
y la gente cabalgaba tras los sueños
como bisontes escapados de la muerte.

El miedo no se medía por barriles
ni el amor cotizaba en siemprevivas.
Hacía mucho infierno que duraba la guerra
y nadie parecía no ser el culpable.

Ahora como entonces y entonces como ahora,
si Dios existiera habría que deponerle.
Yo vivo en las ruinas de la ciudad de la derrota
y como el hombre Marlboro en los viejos anuncios
aguardo en mi caballo a que la noche caiga
con sus largas hogueras sobre un tiempo salvaje.
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Fútbol televisado en un bar de los 60
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Hombres turbios jugaban entonces al dominó
entre botellas largas y los goles del delantero centro.
Yo miraba sus manos enormes, los rostros que nunca habían visto el futuro,
mientras el centrocampista corría por el césped
junto a series de moda y anuncios de cerveza.
El humo de la sala, la máquina de los discos,
el barman enjuagaba los vasos y el balón
era un punto claro, casi una estrella errante
corriendo por la banda en un televisor en blanco y negro.
Más allá la calle, más allá la gente
era adulta y seria como aquel país terrible
en donde repicaban muertes, canciones de verano,
sucesos y enormes carteles de los cines,
donde la policía era el único juez de línea.
Fuimos los suburbios, lentos motocarros,
ojos sin orgullo contemplando una final de copa,
el aire del bochorno quemando el porvenir.
El tiempo de los sueños no era nuestra patria,
jamás logramos ser el capitán del equipo
y los árbitros tampoco nos dieron la razón.
Por entonces –recuerdo--, yo era un niño remoto,
pero creo que nunca tuve la vida por delante.
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